Dios, cuánto daño al querer morir y no conseguirlo; si al menos lo hubiera intentado bajo el agua, muy fría, transparente, luego sería de otro color, acaso con pétalos rojos que olieran a dolor.
Y no.
Engullí toda la oscuridad de los días, de las noches en que dejaba de sentir los pies, sin ganas de dibujarme sonrisas ni de volver a nacer.
La posibilidad era finita, real y tangible como el agua de lluvia, y aún así se escurría entre los dedos, desposeyéndome de todo lo necesario para volver a hacerme física en mi propio cuerpo.
Arena, polvo, un solo movimiento y los trozos del espejo volvieron a romperse en otros tantos añicos que reflejaron el vacío de la nada más absoluta en la que me estaba hundiendo.
El lunes se abrió lloviendo, el sol tardaba en amanecer, parece que no tuviera ganas de mirarme, y sin embargo desperté, bruscamente.