Había pensado en encerrarse, en no darle más vueltas al silencio y quedarse quieta, tan quieta como le fuera posible.
Pero aquella especie de sonda la seguía a todas partes, fuera donde fuera; tan afuera de sí misma, que hasta la sonrisa le resbalaba de los labios.
Entonces ocurrió lo innecesario, el agua le llegó a los huesos, alojándose en su alma.
No tuvo más remedio que abrir las flores al sol de invierno.
Tuvo conciencia de lo sucedido cuando ya fue demasiado tarde, cuando las nubes oscurecían el cielo, vistiendo la tarde de luto.
Alrededor de ella quedaron los fantasmas, restos de pensamientos, palabras suaves que la memoria se negaba a desechar del todo, como si fuera ella quien lo pensara.
Mas la sombra no tenía suficiente hueco, y siempre estaba delante de las lágrimas, de la lluvia.