Todos los síntomas fueron concretándose en el mismo sitio: en el renglón de un poema. El color se transformó en fiebre, tiritera, y comenzó el delirium tremends, especie de borrachera.
La poesía, ebria de letras, tropezaba, intentaba ponerse derecha, tentando con metáforas y extrarradios a una palabra que no se estaba quieta.
Gira el poema sobre el eje de un diávolo cuando el malabarista le lanza al cielo en medio de un circo en el que trina un do de pecho la mujer barbuda, asomando entre las fauces abiertas de un león sin plumas; y cae de costado la poesía, haciendo equilibrios precarios sobre la nariz del poeta, payaso que sueña con sacar conejos blancos del fondo negro de su chistera.