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¿Acaso en verdad se vive en la tierra?

No para siempre en la tierra,
solamente un poco aquí.
Aunque sea jade, se rompe.
Aunque sea oro, se hiende,
y el plumaje de quetzal se quiebra.
No para siempre en la tierra,
solamente un poco aquí.

Netzahualcóyotl de Texcoco


3 de diciembre de 2009

El hombre pez


Cuenta una leyenda que a mediados del siglo XVII, en una localidad cercana a Santander vivía el matrimonio formado por Francisco y María, rodeado de sus cuatro hijos.
La mala suerte quiso que María enviudase, y se viera obligada a enviar a Bilbao al segundo de sus hijos, aquel que llevaba el mismo nombre que su padre.
Con quince años marchó Francisco a la ciudad para aprender el oficio de carpintero, y entre trabajo y trabajo salía a divertirse con sus amigos.
Cierto día, la víspera de San Juan, en el año 1674, el grupo de amigos se reunió para ir a dar unas brazadas al río y así poder despojarse del sudor que se adhería a su cuerpo.
Francisco se desnudó y entrando en el agua se dirigió río abajo, hasta que sus amigos lo perdieron de vista.
Ninguno de ellos se inquietó lo más mínimo pues Francisco era un excelente nadador.
Pero pasaron las horas y viendo que no regresaba le dieron por ahogado y su madre por muerto.

En la otra punta de España y pasados cinco años, a unos pescadores que faenaban en la bahía de Cádiz se les apareció una especie de ser “acuático” con aspecto humano.
Aquella visión se repitió durante algunos días y los pescadores intentaron atraerle arrojando al agua trozos de pan, observando como él los recogía con sus manos y los comía.
En un principio, la figura desaparecía cuando veía que alguien intentaba acercársele, pero pasados unos días fue tomando confianza, lo que le llevó a caer en las redes que a modo de trampa los pescadores habían tendido a su alrededor.
Una vez conseguida la “pesca”, fue llevado al Convento de San Francisco, donde después de vestir su desnudez, se le realizaron multitud de preguntas en varios idiomas; pero él no respondió a ninguna de ellas, ni emitió sonido alguno.
Esta situación llevó a los frailes a pensar que acaso estuviera poseído por algún ser maligno, razón por la cual no faltaron conjuros para tratar de sacar de su cuerpo aquello que le impedía mostrarse como la persona que era.

Al cabo de algunos días una palabra brotó de aquellos labios:”Liérganes”.
La noticia de que el ser había hablado corrió de boca en boca, pero nadie sabía el significado de aquel vocablo.
La respuesta vino de la mano de un mozo montañés que trabajaba en aquella tierra tan lejana de la suya, comentándoles la existencia de un pueblo llamado Liérganes, perteneciente al obispado de Burgos, confirmada su existencia por el mismísimo secretario del Santo Oficio de la Inquisición, Don Domingo de la Cantolla.
De inmediato se cursó una solicitud pidiendo información acerca de algún suceso que pudiera tener conexión con el extraño sujeto que permanecía en el convento.
Desde Liérganes llegaron noticias respondiendo que no había ocurrido nada extraordinario, como no fuera la extraña desaparición de un joven en las aguas de la ría bilbaína, cinco años atrás.
Esta respuesta despertó la curiosidad de Juan Rosendo, fraile del convento, y deseoso de comprobar si aquel joven desaparecido era en verdad Francisco de la Vega, se encaminó con él hacia Liérganes.
Apenas se acercaron hasta allí, en el monte llamado de la Dehesa, el religioso le animó a adelantarse hasta el pueblo, cosa que él hizo, aproximándose sin dudar hacia la que era la casa de María de Casar, su antiguo hogar.
Su madre le reconoció al instante, y lo mismo hicieron dos de los hermanos que todavía se hallaban allí.

Nueve años permaneció en compañía de su madre, en un estado rayano al “idiotismo”: descalzo y apenas pronunciando palabras inconexas que no tenían nada que ver con propósito alguno, pues hablaba de tabaco, de pan y de vino sin que por ello lo quisiera o necesitara.
Nunca pedía comida alguna, pero una vez se la servían la engullía con voracidad desmesurada, pasando tres o cuatro días hasta que volvía a comer de nuevo.
Era dócil y servicial por lo que se le encomendaban algunas tareas que realizaba a la perfección, como era llevar algún papel de un pueblo a otro, llegando una vez incluso a arrojarse al mar desde el embarcadero de Pedreña para llegarse a Santander, lugar donde debía entregar un papel importante.
El paisano a quien iba dirigida la carta tuvo que secarla para poderla leer, y le preguntó el motivo por el cual llegaba de aquella guisa, pero él nada respondió, limitándose a volver sobre sus pasos y arrojarse de nuevo al mar para regresar a su casa.

Al cabo de nueve años volvió a desaparecer sin que nunca se supiese de su paradero ni qué fue de él.