Mientras el espejismo traza su parafernalia, el telón muestra una cara desértica, con labios sobrepuestos y sonrisa nueva, como de tonto de capirote arrebatado de inopia.
Me río de mí mismo, de la idiotez superlativa que puedo llegar a imaginar dentro de mí, sin variaciones, sin molestarme en preguntar qué parezco desde fuera, pues es sabido que engañar es tan fácil como morirse.
Mirémoslo desde otro punto de vista, el de quien sabe quién es y no le importa serlo.
Ahí lo dejo, quieto.
Y al fin llega ella besándome con su boca cada intersticio de mi cuerpo, deforme, mutilado tras todas las guerras que he empezado bajo el adalid de su nombre.
La odio con inquina retorcida, con resabio de amor maltrecho, aguantando la respiración para no oler esa putrefacción en la que está disuelta y la porquería que esconde en sus hábitos.
Pero ella me sigue mirando con ese reojo de concupiscencia que cree existe entre nosotros, vanagloriándose de lo que fui en sus manos siendo otro distinto al que ahora enfrenta sus pasos de caníbal.
Tócalo, tócalo y … no lo toques, ¡¡¡Muerde!!!